CVXX

“Pasado y futuro están mal porque, alternando la presencia del presente, la arrastran fuera de sí misma. Haciendo que la existencia penda del chantaje del deseo, y de la emoción del recuerdo, la trasladan del plano del ser al del tener. O del querer. O al del representar. Hacen de la simple presencia una representación del pasado y una prefiguración ―que es también representación― del futuro. Y así, intensificándola y representándola, la anulan en cuanto pura presencia».

(R. Esposito, Communitas. Origen y destino de la comunidad)

CVXIX

Día 10

 

La referencia a Martin Luther King en el texto anterior de este blog me hizo recordar una crónica publicada en 1968 o 1969 bajo el título de «Receta para matar a un hombre». Aquí la dejo otra vez como sentido homenaje a un verdadero revolucionario que abrió los caminos que aceleraron el final próximo y definitivo de la segregación racial en Estados Unidos.

 

RECETA PARA MATAR A UN HOMBRE

Se toman unas decenas de quilos de carne, huesos y sangre, según los patrones adecuados. Se disponen harmoniosamente como cabeza, tronco y extremidades, se rellenan de vísceras y de una red de venas y nervios, teniendo el cuidado de evitar errores de fabricación que den pretexto a la aparición de fenómenos teratológicos. El color de la piel no tiene ninguna importancia.

Al producto de este trabajo melindroso se le da el nombre de hombre. Se sirve caliente o frío, según la latitud, la estación del año, la edad y el temperamento. Cuando se pretende lanzar prototipos al mercado, se les infunden algunas cualidades que los distinguirán del común: coraje, inteligencia, sensibilidad, carácter, amor por la justicia, bondad activa, respeto por el lo próximo y por lo distante. Los productos de segunda elección tendrán, en mayor o menor grado, uno u otro de estos atributos positivos, junto a los opuestos, en general predominantes. Manda la modestia no considerar viables los productos íntegramente positivos o negativos. De cualquier modo, se sabe que también en estos casos el color de la piel no tiene ninguna importancia.

Mientras tanto, el hombre, clasificado con un rótulo personal que lo distinguirá entre sus contemporáneos, acabados como él en la línea de montaje, será colocado para vivir en un edificio que, a su vez, recibirá el nombre de sociedad. Ocupará uno de los pisos de ese edificio, pero será difícil que se le consienta subir la escalera. Bajar está permitido y a veces hasta facilitado. En los pisos del edificio hay muchas moradas, unas veces llamadas clases sociales, otras veces profesiones. La circulación se hace a través de canales llamados hábito, costumbre y preconcepto. Es peligroso andar contra la corriente de los canales, aunque ciertos hombres lo hagan durante toda su vida. Esos hombres, en cuya masa carnal están fundidas las cualidades que rozan la perfección, o que por esas cualidades optaron deliberadamente, no se distinguen por el color de la piel. Están los blancos y los negros, los amarillos y los pardos. Son pocos los cobrizos por tratarse de una serie casi extinta.

El destino final del hombre es, como se sabe desde el principio del mundo, la muerte. La muerte, en su momento justo, es igual para todos. No lo que la precede inmediatamente. Se puede morir con sencillez, como quien duerme; se puede morir entre las tenazas de una de esas enfermedades de las que, eufemísticamente, se dice que “no perdonan”; se puede morir bajo la tortura, en un campo de concentración; se puede morir volatilizado en el interior de un sol atómico; se puede morir al volante de un Jaguar o atropellado por éste; se puede morir de hambre o de indigestión; se puede morir también de un tiro de rifle, al final de la tarde, cuando todavía hay luz del día y no se cree que la muerte esté cerca.  Pero el color de la piel no tiene ninguna importancia.

Martin Luther King era un hombre como cualquiera de nosotros. Tenía las virtudes que sabemos, ciertamente algunos defectos que no le menoscababan las virtudes. Tenía un trabajo para hacer – y lo hacía.  Luchaba contra las corrientes de la costumbre, del hábito y del preconcepto, metido en ellas hasta el cuello.  Hasta que llegó el tiro de rifle para recordarnos a los distraídos, a nosotros, que el color de la piel tiene mucha importancia.

 

(J. Saramago, El cuaderno, “Noviembre de 2008”)[1]


[1] Pueden visitar esta misma entrada en el blog del escritor: http://cuaderno.josesaramago.org/10287.html

 

CVXVII

“Porque si tú me confundes a mí, entonces tú ya eres parte de mí, y yo no estoy en ninguna parte sin ti. Sólo puedo reunir un “nosotros” encontrando el camino que me liga a “ti”, tratando de traducir pero dándome cuenta que mi propio lenguaje tiene que quebrarse y ceder si voy a saber quién eres. Eres lo que gano a través de esta desorientación y esta pérdida. Así es como surge lo humano, una y otra vez, como aquello que todavía tenemos que conocer”.

 

(J. Butler, “Violencia, duelo, política” en Vida precaria. El poder del duelo y la violencia)

CVXVI

“I realized that in America and probably everyplace else it came down to standing in line. We did it everywhere. Driver’s license: three or four lines. The racetrack: lines. The movies: lines. The market: lines. I hated lines. I felt there should be a way to avoid them. Then the answer came to me. Have more clerks. Yes, that was the answer. Two clerks for every person. Three clerks. Let the clerks stand in line.

I knew that lines were killing me. I couldn’t accept them, but everybody else did. Everybody else was normal. Life was beautiful for them. They could stand in line without feeling pain. They could stand in line forever. They even liked to stand in line. They chatted and grinned and smiled and flirted with each other. They had nothing else to do. They could think of nothing else to do. And I had to look at their ears and mouths and necks and legs and asses and nostrils, all that. I could feel death-rays oozing from their bodies like smog, and listening to their conversations I felt screaming “Jesus Christ, somebody help me! Do I have to suffer like this just to buy a pound of hamburger and a loaf of rye bread?”

 

(C. Bukowski, run with the hunted)

CVXV

El mayor dominio de sí mismo es la indiferencia hacia uno mismo, teniendo el alma y el cuerpo por la casa y la quinta donde el Destino quiso que pasáramos la vida.

Tratar sus más profundos sueños y sus deseos más íntimos altivamente, en grand seigneur, poniendo una íntima delicadeza en no reparar en ellos. Tener un pudor de sí mismo; darse cuenta de que en nuestra presencia no estamos solos, que somos testigos de nosotros mismos, y que por eso importa actuar ante nosotros como ante un extraño, con una estudiada y serena actitud exterior, indiferente por noble y fría por indiferente”.

(B. Soares, “Estética de la indiferencia”)

CVXIV

“¿Por qué es fea la vida? Porque toda ella es fines, intenciones y propósitos. Todos sus caminos son para ir de un punto a otro. ¡Quién nos diera el camino trazado desde un lugar de donde nadie parte hasta un lugar adonde nadie va! Quién empleara su vida en construir un camino que arrancase en medio de un campo y fuera a dar en medio de otro campo; un camino que, prolongado, hubiera sido útil, pero que quedó, sublimemente, sólo camino a medias.

¿La belleza de las ruinas? El no servir para nada.

¿La dulzura del pasado? El recordarlo, porque recordarlo es hacerlo presente, y él ni lo es ni puede serlo―el absurdo, amor mío, el absurdo”.

(F. Pessoa, Libro del desasosiego)

CVXIII

295.

El dinero es hermoso, porque supone una liberación,―

Querer ir a morir en Pequín y no poder hacerlo es una de las cosas que me causan un pesar tan grande como la idea de un cataclismo próximo.

Los compradores de cosas inútiles son siempre más sabios de lo que se imaginan―compran pequeños sueños. Son niños en el adquirir. Todos los pequeños objetos inútiles cuyas señales al saber que tenemos dinero hacen que los compremos, se apoderan de nosotros con la actitud feliz de un niño que recoge conchitas en la playita― imagen que más que cualquier otra traduce toda la felicidad pueril. ¡Recoge conchas en la playa! Nunca hay dos iguales para un niño. Se queda dormido con las dos más bonitas en la mano, y cuando se las pierden o se las quitan―¡qué crimen! ¡robarle pedazos exteriores del alma! ¡arrancarle fragmentos de sueño!―llora como un Dios al que hubieran robado un universo recién creado.

(F. Pessoa, Libro del desasosiego)

CVXII

263.

Tan dado como soy al tedio, es curioso que nunca, hasta hoy, se me haya ocurrido pensar en qué consiste. La verdad es que me encuentro hoy en ese estado intermedio del alma en el que no apetece la vida ni ninguna otra cosa. Y empleo la repentina evidencia de no haber pensado nunca en qué cosa sea el tedio al soñar, a lo largo de pensamientos que son medio impresiones, análisis, siempre un poco facticio, de lo que pueda ser.

No sé, realmente, si el tedio es sólo la correspondencia despierta de la soñolencia del perezoso, o si es, en realidad, algo más noble que esa especie de letargo. En mí, el tedio es frecuente, pero, que yo sepa, por haber reparado en ello, su aparición no obedece a regla alguna. Puedo pasar sin tedio un domingo inerte; puedo sufrirlo repentinamente, como una nube exterior, en mitad de un trabajo cuidadoso. No consigo relacionarlo con un estado de salud o de falta de salud; no llego a conocerlo como producto de causas que estén en la parte evidente de mí.

Decir que es una angustia metafísica disfrazada, que es una gran desilusión incógnita, que es una poesía sorda del alma floreciendo aburrida en la ventana que da a la vida―decir eso, o cualquier otra cosa de ese estilo, puede dar color al tedio, como un niño a un dibujo de cuyos contornos desborda y hace desaparecer, pero no me aporta más que un sonido de palabras haciendo eco en las cavernas del pensamiento.

El tedio… Pensar sin pensar, con el cansancio de pensar; sentir sin sentir, con la angustia de sentir; no querer sin no querer, con la náusea de no querer― todo eso está en el tedio sin ser propiamente el tedio, y no pasa de ser más que una paráfrasis o una traducción suya. Es, en la sensación directa, como si del foso del castillo del alma se alzase el puente levadizo y no quedara, entre el castillo y las tierras, otra cosa que el poder mirarlas sin poder recorrerlas. Hay un aislamiento de nosotros en nosotros mismos, pero un aislamiento donde lo que separa está estancado como nosotros mismos, agua sucia rodeando nuestro desentendimiento.

El tedio… Sufrir sin sufrimiento, querer sin voluntad, pensar sin raciocinio… Es como estar poseídos por un demonio negativo, un embrujamiento sin nada que lo explique. Dicen que los brujos, o los pequeños magos, consiguen, haciendo imágenes de nosotros e infligiéndoles malos tratos, merced a una transferencia astral, que se reflejen en nosotros. El tedio se me antoja, en la sensación transpuesta de esta imagen, un reflejo maligno de hechizos de un demonio del destino ejercidos no sobre una imagen mía, sino sobre su sombra. Es en la sombra íntima de mí, en el exterior del interior de mi alma, donde se pegan papeles o se espetan alfileres. Soy como el hombre que vendió su sombra, o mejor, como la sombra del hombre que la vendió.

El tedio… Trabajo bastante. Cumplo lo que los moralistas de la acción llamarían mi deber social. Cumplo con ese deber, o con ese destino, sin excesivo esfuerzo ni animosidad notable. Pero, unas veces en pleno trabajo, otras en pleno descanso, ese descanso que, según los mismos moralistas, merezco y debe serme grato, me desborda el alma una hiel de inercia, y estoy cansado, no del trabajo o del reposo, sino de mí mismo.

[…] El tedio… Tal vez sea, en el fondo, la insatisfacción de lo más íntimo del alma por no haberle dado una creencia, la desolación del niño triste que íntimamente somos, por no haberle comprado el juguete divino. O, quizás, la inseguridad de quien precisa de una mano que lo guíe y no siente, en el camino negro de la sensación más profunda, otra cosa que la noche sin ruido de no poder pensar, el camino sin nada de no saber sentir…

El tedio… Quien tiene Dioses nunca tiene tedio. El tedio es la falta de una mitología. A quien no posee creencias, hasta la duda le resulta imposible, el mismo escepticismo carece en él de fuerza para desconfiar. Sí, el tedio es eso: la pérdida, por parte del alma, de su capacidad de ilusionarse, la ausencia, en el pensamiento, de la escalera inexistente que le permite subir sólido hasta la verdad.

(F. Pessoa,  Libro del desasosiego)

CVXI

“Comenzó entonces, en las almas recientes, aquella enfermedad a la que se le llamó romanticismo, aquel cristianismo sin mitos, que es la propia sequía de su esencia enfermiza.

Todo el mal del romanticismo consiste en la confusión entre lo que nos es necesario y lo que deseamos. Todos necesitamos de las cosas indispensables para vivir, para conservar y prolongar la vida: todos deseamos una vida más perfecta, una felicidad absoluta, la realidad de nuestros sueños y £

Es humano querer lo que necesitamos, es humano desear lo que no necesitamos pero nos resulta deseable. Lo que es ya enfermedad es desear con igual intensidad lo que es necesario y lo que es deseable, y sufrir por no ser perfectos como si se sufriera por no tener pan. El mal romántico es este: es querer la luna como si hubiera alguna manera de obtenerla”.

(F. Pessoa, Libro del desasosiego)