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Tan dado como soy al tedio, es curioso que nunca, hasta hoy, se me haya ocurrido pensar en qué consiste. La verdad es que me encuentro hoy en ese estado intermedio del alma en el que no apetece la vida ni ninguna otra cosa. Y empleo la repentina evidencia de no haber pensado nunca en qué cosa sea el tedio al soñar, a lo largo de pensamientos que son medio impresiones, análisis, siempre un poco facticio, de lo que pueda ser.
No sé, realmente, si el tedio es sólo la correspondencia despierta de la soñolencia del perezoso, o si es, en realidad, algo más noble que esa especie de letargo. En mí, el tedio es frecuente, pero, que yo sepa, por haber reparado en ello, su aparición no obedece a regla alguna. Puedo pasar sin tedio un domingo inerte; puedo sufrirlo repentinamente, como una nube exterior, en mitad de un trabajo cuidadoso. No consigo relacionarlo con un estado de salud o de falta de salud; no llego a conocerlo como producto de causas que estén en la parte evidente de mí.
Decir que es una angustia metafísica disfrazada, que es una gran desilusión incógnita, que es una poesía sorda del alma floreciendo aburrida en la ventana que da a la vida―decir eso, o cualquier otra cosa de ese estilo, puede dar color al tedio, como un niño a un dibujo de cuyos contornos desborda y hace desaparecer, pero no me aporta más que un sonido de palabras haciendo eco en las cavernas del pensamiento.
El tedio… Pensar sin pensar, con el cansancio de pensar; sentir sin sentir, con la angustia de sentir; no querer sin no querer, con la náusea de no querer― todo eso está en el tedio sin ser propiamente el tedio, y no pasa de ser más que una paráfrasis o una traducción suya. Es, en la sensación directa, como si del foso del castillo del alma se alzase el puente levadizo y no quedara, entre el castillo y las tierras, otra cosa que el poder mirarlas sin poder recorrerlas. Hay un aislamiento de nosotros en nosotros mismos, pero un aislamiento donde lo que separa está estancado como nosotros mismos, agua sucia rodeando nuestro desentendimiento.
El tedio… Sufrir sin sufrimiento, querer sin voluntad, pensar sin raciocinio… Es como estar poseídos por un demonio negativo, un embrujamiento sin nada que lo explique. Dicen que los brujos, o los pequeños magos, consiguen, haciendo imágenes de nosotros e infligiéndoles malos tratos, merced a una transferencia astral, que se reflejen en nosotros. El tedio se me antoja, en la sensación transpuesta de esta imagen, un reflejo maligno de hechizos de un demonio del destino ejercidos no sobre una imagen mía, sino sobre su sombra. Es en la sombra íntima de mí, en el exterior del interior de mi alma, donde se pegan papeles o se espetan alfileres. Soy como el hombre que vendió su sombra, o mejor, como la sombra del hombre que la vendió.
El tedio… Trabajo bastante. Cumplo lo que los moralistas de la acción llamarían mi deber social. Cumplo con ese deber, o con ese destino, sin excesivo esfuerzo ni animosidad notable. Pero, unas veces en pleno trabajo, otras en pleno descanso, ese descanso que, según los mismos moralistas, merezco y debe serme grato, me desborda el alma una hiel de inercia, y estoy cansado, no del trabajo o del reposo, sino de mí mismo.
[…] El tedio… Tal vez sea, en el fondo, la insatisfacción de lo más íntimo del alma por no haberle dado una creencia, la desolación del niño triste que íntimamente somos, por no haberle comprado el juguete divino. O, quizás, la inseguridad de quien precisa de una mano que lo guíe y no siente, en el camino negro de la sensación más profunda, otra cosa que la noche sin ruido de no poder pensar, el camino sin nada de no saber sentir…
El tedio… Quien tiene Dioses nunca tiene tedio. El tedio es la falta de una mitología. A quien no posee creencias, hasta la duda le resulta imposible, el mismo escepticismo carece en él de fuerza para desconfiar. Sí, el tedio es eso: la pérdida, por parte del alma, de su capacidad de ilusionarse, la ausencia, en el pensamiento, de la escalera inexistente que le permite subir sólido hasta la verdad.
(F. Pessoa, Libro del desasosiego)